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viernes, 8 de marzo de 2013

UN PADRE MISERICORDIOSO QUE NO DEJÓ DE ESPERAR EL REGRESO DE SU HIJO.

UN PADRE MISERICORDIOSO QUE NO DEJÓ DE ESPERAR EL REGRESO DE SU HIJO. DOMINGO 4 de Cuaresma - Ciclo "C" -10 de Marzo de 2013 -Las lecturas de este Cuarto Domingo de Cuaresma siguen teniendo como tema la conversión, idea central de toda la Cuaresma. El Evangelio nos trae la muy favorita parábola del Hijo Pródigo. La Primera Lectura del Libro de Josué (Jos. 5, 9-12) nos presenta la celebración de la primera Pascua de los hebreos ya en la Tierra Prometida. “Todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo” (2 Cor. 5, 17-21), nos dice San Pablo en la Segunda Lectura. En efecto, atrás quedó la purificación de 40 años en el desierto y el maná como alimento diario. Dios ha perdonado las infidelidades de su pueblo y les ha dado un suelo del que comerán frutos sacados de la tierra. En el Evangelio, también “lo viejo pasa y ya todo es nuevo” al regresar el hijo pródigo a la casa del padre y al ser perdonado por ese padre terrenal de esta bella historia, con el cual Jesús trata de describirnos cómo es su Padre, nuestro Padre, Dios. ¡Qué lección tan bella nos ha dejado Jesús en su Evangelio con esa historia del hijo pródigo para explicarnos cómo es con nosotros nuestro Padre, Papá Dios¡ (Lc. 15, 1-3 y 11-32). Esa parábola, junto con la de la oveja pérdida, nos hablan con maravillosa elocuencia sobre el Amor y la Misericordia de Dios. La del hijo pródigo tal vez sea una de las parábolas más conocidas del Evangelio. El hijo que gastó toda una herencia, que ni siquiera le correspondía. Es la historia de cada uno de nosotros cuando hemos desperdiciado las gracias que Dios nuestro Padre nos ha dado, y que ni siquiera merecemos. El hijo, lleno de egocentrismo, de deseos de libertad, sin pedir opinión -mucho menos permiso- y sin importarle cómo se sentiría su padre, se va de la casa con el mayor desparpajo. Y ya sabemos la historia. Tenía que sucederle lo que le sucedió: despilfarró todo y llegó a la indigencia total. Tan grave era su necesidad que quiso comer de la comida de los cerdos, pero no lo dejaban. No le quedó más remedio que regresar a casa. Regresa el hijo a casa y la verdad sea dicha que no regresa por amor, sino por pura necesidad. Y aquí nos da Jesús la escena más conmovedora: “Estaba todavía lejos cuando el padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él y, echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos.” ¡Cuántas veces no se habría asomado el padre triste al camino para ver si por acaso al hijo se le ocurría regresar! ¡Cuántas veces no se asoma nuestro Padre Dios y nos ve descarriados por los caminos de nuestra indiferencia para con El, de nuestras preferencias por todo lo que nos aleja más de la casa y, triste, se vuelve para otearnos desde lejos en algún otro momento! (Es lenguaje figurado, pues Dios conoce hasta nuestros más insignificantes movimientos y nuestros más íntimos pensamientos. Podríamos decir que nos tiene “en pantalla” constantemente). Y lo que esperaba de su padre el hijo que regresa, no sucede. El hijo temía el rechazo de parte de su padre. Pero no. ¡No recibe lo que merece su culpa! No hay reprensión, ni el más mínimo reclamo: sólo amor, perdón y ternura. Lo mismo pasa cuando nosotros, cual “hijos pródigos”, nos levantamos de nuestro error, de nuestras andanzas lejos de casa y decidimos regresar. Por eso hemos cantado en el responsorio del Salmo: Haz la prueba y verás ¡qué bueno es el Señor! ¿Qué sucede, entonces, si arrepentidos, pedimos perdón a Dios en el Sacramento de la Confesión? Dios nos perdona, y nos perdona de tal manera, que ni siquiera nos reclama, ni nos pone a pagar lo que despilfarramos. Sin tomar en cuenta nada, nos invita a comenzar de nuevo. Todo es amor y ternura para con el hijo que vuelve. Ropas nuevas que se nos dan con la absolución de nuestras culpas en la Confesión. Y celebraciones y fiesta, “porque este hermano tuyo estaba muerto (muerto por el pecado) y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Por cierto San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor. 5, 17-21) nos habla del “ministerio de la reconciliación”, clara alusión al Sacramento de la Confesión. En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica así lo ve, y al referir esta cita de San Pablo, (CIC #1442) nos dice que Cristo “confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico (Obispos y Sacerdotes), que está encargado del ‘ministerio de la reconciliación’ (de que nos habla San Pablo). El Apóstol es enviado ‘en nombre de Cristo’ y ‘es Dios mismo’ quien a través de él, exhorta y suplica: ‘Déjense reconciliar con Dios’”. Y termina San Pablo su súplica a todos nosotros de arrepentimiento y confesión de esta manera: “Les suplicamos que no hagan inútil la gracia de Dios que han recibido... Este es el momento favorable, éste es el día de salvación” (2 Cor. 5, 1-2). La Cuaresma es tiempo propicio para convertirnos y “volvernos justos y santos”, como también nos pide San Pablo en esta lectura (2 Cor. 5, 21). Dios siempre espera, usando un lenguaje alegórico, pero el ser humano tiene que querer regresar a la casa del Padre. No está determinado a regresar o no regresar. Es libre para decidir pedir perdón y cambiar de vida. Esto se manifestará en un estilo de vida centrado en Dios y en una apertura al Otro, basado en el amor y la verdad divina. La presencia del mal no se supera visualizando una llama violeta o pronunciando ciertos sonidos con significados esotéricos. Necesitamos arrepentirnos de nuestras desviaciones morales y pedir y aceptar el perdón de Dios por los méritos de Cristo. Esto es la conversión y el sentido de la confesión sacramental. MARIO ANDRÉS DÍAZ MOLINA: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule. (Título en trámite)

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