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lunes, 29 de abril de 2013

TODO CRISTIANO ESTÁ EN ESPERA DE SU PROPIA RESURRECCIÓN.

TODO CRISTIANO ESTÁ EN ESPERA DE SU PROPIA RESURRECCIÓN. Domingo 5 de Pascua Ciclo "C "-28 de Abril de 2013 -Ya nos hemos olvidado de la Semana Santa, sin darnos cuenta de que aun estamos en Tiempo de Pascua, aun estamos en tiempo de celebración de la Resurrección de Cristo, el más grande acontecimiento de todos los tiempos... por lo menos para los que nos llamamos cristianos. Y el misterio pascual, cuyo centro es la Resurrección de Cristo, se completará plenamente con nuestra propia resurrección. Todo creyente, entonces, está en espera de su propia resurrección. Y, más aún, espera también el establecimiento de la nueva Jerusalén, que baja del Cielo. Y no es invento, pues el Evangelista San Juan nos habla de esto en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis. En efecto, San Juan nos refiere una visión que tuvo de un “Cielo nuevo y tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía. También vi que descendía del Cielo, desde donde está Dios, la ciudad santa, la nueva Jerusalén.” (Ap. 21, 1-5). Para poder entender lo que nos describe San Juan, debemos tener en cuenta el momento en que esto sucede. Es el momento en que volverá Cristo para establecer su reinado definitivo. Es el momento en que Dios “hará nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5). Es el momento en que sucederá nuestra resurrección. Es el momento del fin del mundo. Necesariamente se nos presenta esta pregunta: ¿Se acabará el mundo algún día? Es enseñanza de la Iglesia Católica, basada en las Sagradas Escrituras, que este mundo –tal como lo conocemos ahora- dejará de existir. En efecto, la primera tierra, ésta en que vivimos, ya no existirá así como la conocemos, pues Juan dice haber visto en su visión, “que es Palabra de Dios y Testimonio solemne de Jesucristo” (Ap. 1, 2) una “tierra nueva”. Curioso que también hable de “Cielo nuevo”. Y es lógico, porque -nos dice la Biblia Latinoamericana en sus comentarios- ese nuevo Cielo “no será un paraíso para ‘almas’ aisladas ni para puros Ángeles, sino una ciudad de seres humanos que han llegado a ser totalmente hijos de Dios”. ¡Por eso San Juan lo llama “Cielo nuevo”! Porque en ese momento ya nuestras almas se habrán unido a nuestros cuerpos y ya habremos sido transformados en seres gloriosos. De eso precisamente se trata nuestra resurrección. Como la de Cristo. El ya resucitó. Y El nos prometió resucitarnos a nosotros. De eso precisamente se trata el fin del mundo. Y todos resucitaremos. Nuestra meta es ese “Cielo nuevo”. Pero es el mismo San Juan quien nos advierte en su Evangelio: “Los que hicieron bien resucitarán para la Vida; pero los que obraron el mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 29). ¿Y qué es esa “ciudad santa, la nueva Jerusalén” que baja del Cielo, vestida como una novia que “viene a desposarse con su prometido”? ¿Qué significa todo este simbolismo? Al terminar la historia, al fin de los tiempos, descubriremos lo que Dios nos ha preparado: la Jerusalén Celestial. Pero no podemos siquiera imaginar cómo será, porque “ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el corazón humano puede imaginar lo que Dios tiene preparado para aquéllos que lo aman” (1 Cor. 2, 9). Es precisamente lo que trata de explicar San Juan con su visión de esa bellísima ciudad que baja del Cielo, es decir, que proviene del Cielo. ¿En qué consiste, entonces, la Jerusalén Celestial? “Es la morada de Dios con los hombres”. Esa nueva ciudad somos nosotros, pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, la novia del Cordero, que viene a unirse definitivamente a Dios: Dios viviendo en nosotros y nosotros en Dios. Algo así como los peces que están en el agua y el agua en los peces. Notemos que San Juan nos informa que en esa “tierra nueva” ya no hay mar. Simbolismo curioso para indicar que ya no habrá turbulencia, ni agitación, tan propia de las preocupaciones terrenas. Habrá paz, paz verdadera, y seremos plenamente felices, lo que siempre hemos querido, lo que siempre hemos deseado. Y seremos así de felices, porque “Dios enjugará todas las lágrimas, y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas, ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó”. Estaremos en medio de una felicidad plena. Una felicidad tal que resulta inimaginable, pues sobrepasa infinitamente todos nuestros conceptos humanos. Y si la pudiéramos imaginar, tampoco podríamos describirla. Lo que nos queda es esperarla. Por ahora nos toca esperar, esperar con fe y con confianza. Pero nuestra espera no debe ser de brazos cruzados. Mientras nos llega ese momento, debemos tratar de comenzar a vivir esa “morada de Dios con los hombres”. Para eso nos dejó Jesús el “nuevo mandamiento del amor: ámense unos a otros, como Yo los he amado”, el cual aparece nuevamente en el Evangelio de hoy (Jn. 13, 31-35). Este Evangelio es parte de las palabras del Señor a los Apóstoles en la Ultima Cena, enseguida de la salida de Judas del sitio donde estaban. Jesús habla allí de su próxima glorificación, que tendrá lugar con su pronta Resurrección. Nos habla de la glorificación que por El, recibe también el Padre. Se glorifican mutuamente Padre e Hijo y en ambas direcciones: del Padre al Hijo, del Hijo al Padre. ¿Cómo sucede esta glorificación? Sucede porque el Hijo cumple en todo la Voluntad del Padre, inclusive la muerte en la cruz. Luego es glorificado con su Resurrección. Nosotros también esperamos nuestra glorificación, la cual tendrá lugar con nuestra propia resurrección, cuando Cristo venga a establecer su reinado definitivo. Pero antes, como dice la Primera Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch. 14, 21-27) “hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. No hay resurrección sin cruz. No hay gloria sin tribulación. Unos más, otros menos. Unos antes, otros después. Todo sufrimiento es para nuestra purificación con miras a esa glorificación futura. Todo sufrimiento aceptado en imitación a Cristo y en unión con su sufrimiento, sirve de modo privilegiado para nuestro bien espiritual y para bien de otros. Así, no sólo seremos glorificados, sino que daremos gloria a Dios desde aquí en esta vida terrena. Como el Padre al Hijo y el Hijo al Padre. Es lo que vivieron Pablo y Bernabé en sus recorridos por las comunidades paganas que se iban convirtiendo al Evangelio. Eran verdaderos instrumentos del Señor y así lo señalan: “Al llegar reunieron a la comunidad y les contaron lo que había hecho Dios por medio de ellos y cómo les había abierto a los paganos las puertas de la fe”. Así se va construyendo la Nueva Jerusalén desde aquí, pues Dios comienza a establecer su morada en medio de nosotros y a establecer su Reino de justicia y de gracia, de amor y de paz. Que así sea. Mario Andrés Díaz Molina: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule.

jueves, 18 de abril de 2013

“MIS OVEJAS OYEN MI VOZ... Y ME SIGUEN”.

“MIS OVEJAS OYEN MI VOZ... Y ME SIGUEN”. DOMINGO 4 de Pascua - Ciclo "C" -21 de Abril de 2013 - Nuevamente Jesús nos compara a nosotros los seres humanos con las ovejas. Y es que la Liturgia nos presenta esta bella imagen una vez al año, en el Domingo Cuarto de Pascua, el cual dedica la Iglesia al Buen Pastor. En el Evangelio vemos a Jesús como ese Buen Pastor que da su vida por sus ovejas. Y sus ovejas somos todos: los de este corral y los de fuera del corral. Dice Jesús: “Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10, 27-30). Es cierto, Jesús ha dado su vida por nosotros para que tengamos Vida Eterna. Privilegio inmensísimo que no merecemos ninguno de nosotros. Privilegio que requiere una condición exigida por el mismo Jesús en este trozo evangélico: “Mis ovejas oyen mi voz... y me siguen”. ¿Cómo escuchar la voz de Dios para poder seguirlo a El y sólo a El? Porque... hay muchas voces a nuestro derredor: los medios de comunicación, las malas compañías, los enemigos de la Iglesia, los cuestionadores de la Verdad, los mentirosos, los ilegítimos, los seguidores del New Age, las mayorías equivocadas... Ya nos puso en guardia Jesús acerca de esos falsos pastores que no son El: “Huyen ante el lobo, porque no son suyas las ovejas, no le importan las ovejas y las abandona. Y el lobo las agarra y las dispersa” (Jn. 10, 11-13). ¿Y quién es el lobo? Nada menos que el Enemigo de Dios, el Diablo. Por eso hay que saber escuchar la voz del Buen Pastor, de Aquél que sí “da la vida por sus ovejas”, de Aquél que sí las cuida bien. ¿Cómo reconocer esa voz? ¿Cómo reconocerla para seguirla, sabiendo que es la única que nos lleva a la Vida Eterna? Quien oye la voz de Jesús, acepta y sigue su Palabra contenida en su Evangelio. Y la acepta en su totalidad y sin suavizarla, ni disminuirla; mucho menos, discutirla o cambiarla en alguna de sus partes. Quien oye la voz de Jesús, oye la voz del Papa, quien es su Vicario, su Representante aquí en la tierra, y también, la voz de los Obispos y de los Sacerdotes que están en plena comunión con el Papa. Quien oye la voz de Jesús oye la voz de aquellas otras ovejas que están en el corral y que están siguiendo la voz del Buen Pastor. Quien oye la voz de Jesús oye todas estas voces y oye, también, la voz de su conciencia. Pero esa conciencia no puede estar confundida, ni ahogada, ni obnubilada, ni adormecida por las voces que no son las del Pastor. Tiene que ser una conciencia que esté rectamente iluminada por la Verdad y por la Ley de Dios. Cuando escuchamos la voz del Buen Pastor y prestamos atención a lo que nos pide y nos exige, a lo que nos aconseja y nos enseña, a lo que nos corrige y nos reclama... cuando lo oímos en lo bueno y en lo que creemos que no es tan bueno, porque no nos gusta... entonces podemos decir que lo estamos siguiendo de verdad. Y siguiéndolo, podremos llegar “a la Vida Eterna y no pereceremos jamás”, porque no hemos quedado a merced del lobo. El Buen Pastor quiere que todos nos salvemos. El ha dado su vida por todos, sin excepción. El no excluye a nadie de su rebaño. Si alguien está excluido, es porque se excluye a sí mismo. Y se auto-excluye aquél que rechaza conscientemente el mensaje de Cristo, aquél que no quiere escuchar la voz del Buen Pastor. En efecto, en la Primera Lectura (Hech. 13, 14.43-52) vemos cómo muchos de los israelitas, el pueblo escogido a quien debía predicársele el Evangelio antes que a las demás naciones, rechazaron las enseñanzas de Cristo y se opusieron a sus enviados, Pablo y Bernabé. Entonces éstos tuvieron que optar por llevar el mensaje de Cristo a los paganos, no sin antes informarles así: “La palabra de Dios debía ser predicada primero a ustedes”, les dijeron. “Pero como la rechazan y no se juzgan dignos de la vida eterna, nos dirigiremos a los paganos”. Es decir, la salvación de Cristo y su mensaje es para todos: judíos y no judíos. De allí que Pablo y Bernabé tomaran como base para su evangelización de los paganos una cita del Profeta Isaías: “Yo te he puesto como luz de los paganos, para que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”. (Is. 49,6) La Segunda Lectura (Ap. 7, 9.14-17) nos presenta la visión de San Juan de todos los salvados: “Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas”. Es decir, la salvación de Cristo es para todos, para todos los que deseen ser salvados y se sientan necesitados de salvación. La salvación no es para los que creen que pueden salvarse ellos mismos, como se pretende, por ejemplo, con el mito de la re-encarnación, en el que cada uno pretende auto-redimirse, purificándose a través de sucesivas vidas terrenas, apareciendo su alma cada vez en un cuerpo diferente al suyo. Tampoco es la salvación para los que no quieran poner su parte en la obra de salvación de Cristo: Cristo nos ha salvado, pero debemos escuchar su voz para seguirle hacia el camino a la Vida Eterna, debemos responder a sus gracias de salvación, siguiendo su Evangelio. Así podremos estar contados entre esa muchedumbre grande de los salvados, los de “túnica blanca” que han blanqueado sus vestiduras en la lejía del sufrimiento, de la purificación, “en la sangre del Cordero”, porque hemos dado al sufrimiento sentido de redención, al unirlo a la Pasión de Cristo, al sumergirlo “en la sangre del Cordero”. Significa esto que hemos aceptado las gracias de redención que Cristo nos trajo con su muerte en cruz y también porque lo seguimos a El como El nos indicó: tomando su cruz, aceptando también el sufrimiento que nos purifica y que nos blanquea, sobre todo el sufrimiento de persecución, consecuencia de la conservación de la fe. Así podremos ser contados dentro de esa muchedumbre del Cielo, donde ya no habrá “ni hambre, ni sed, ni quemaduras de sol, ni agobio del calor”. Allí ya no habrá más sufrimiento. Como vemos, la salvación es algo muy importante. Y Cristo nos pide llevar su mensaje de salvación a todos. Por eso, a los que somos ovejas del rebaño nos toca llamar a los que están fuera, a los incrédulos, a los rebeldes, a los confundidos, a los desanimados, a los desviados, a los engañados para que puedan comenzar a escuchar o volver a escuchar de nuevo la voz del Buen Pastor. Es el llamado a la Nueva Evangelización, a re-evangelizar el mundo. Mario Andrés Díaz Molina: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule.

viernes, 12 de abril de 2013

¡CRISTO RESUCITADO, ES LA FUERZA DE NUESTRA VIDA CRISTIANA!

¡CRISTO RESUCITADO, ES LA FUERZA DE NUESTRA VIDA CRISTIANA! DOMINGO 3 de PASCUA - Ciclo "C" -14 de Abril de 2013 -Jesús resucitado sorprendió varias veces a sus Apóstoles y discípulos apareciéndoseles en las maneras más inesperadas. Una de estas apariciones, la tercera, fue en la playa del Lago de Tiberíades. Nos la narra el Evangelio de hoy (Jn. 21, 1-19). Estaban siete de ellos en una barca, regresando de una noche de pesca infructuosa y, al amanecer, “alguien” les dijo desde la orilla: “Muchachos, ¿han pescado algo ... Echen las redes a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Sorprende la docilidad de los Apóstoles quienes, sin la menor observación, obedecieron en el acto. Y sorprende, porque todavía no se habían dado cuenta que era “el Señor”. Puede haber sido que en su interior recordaran la otra pesca milagrosa en el mismo Lago de Genesaret o Tiberíades, cuando Jesús aún no había muerto y resucitado (Lc. 5, 4-11). Y por eso obedecen a este “desconocido” que les dice que hay pesca justo al lado de ellos. No siempre Dios interviene en forma que podamos decir sea milagrosa. Pero Dios siempre está presente y si nos fijamos bien, nos suceden una serie de “coincidencias”, que son como pequeños milagros en que Dios permanece anónimo... Pero... volvamos a nuestra escena evangélica: la red llena de peces. ¿Se habrán recordado los cinco Apóstoles que en el momento que Jesús les pidió que lo siguieran, les había prometido hacerlos “pescadores de hombres” (Mt. 4, 19 y Mc. 1, 17). ¿Se habrá recordado San Pedro que enseguida de la otra pesca milagrosa Jesús le ratificó lo mismo a él personalmente: “serás pescador de hombres”? (Lc. 5, 10). ¿Habrán intuido los Apóstoles la relación entre esta pesca de peces y la pesca de hombres que tendrían que comenzar ahora? El hecho es que Juan, el más joven, el discípulo amado, se da cuenta de quién es el hombre en la playa: “¡Es el Señor!”. Y San Pedro, el impetuoso, le pareció que para ver de nuevo a Jesús Resucitado era demasiado largo el tiempo que tomaba llevar la barca a la orilla... y saltó al agua. ¡Qué delicadeza la del Señor! Los invita a desayunar. En la Ultima Cena les sirvió lavándoles los pies. Aquí, el Resucitado, les tiene preparadas las brasas para cocinar lo que habían pescado y pan para acompañar el pescado. El Señor sabe que tiene que fortalecer la fe en su Resurrección a sus “pescadores de hombres” y no sólo les cocina, sino que come con ellos para que se den cuenta que no es un espíritu (Lc. 24, 39), sino que es El mismo vuelto a la vida. Pero debemos darnos cuenta, como se dieron cuenta los Apóstoles, que Jesús no tiene la misma vida que tenía antes, sino a una vida gloriosa. ¡Es Cristo Resucitado, anuncio de nuestra futura resurrección! Y no sólo comparte con ellos este desayuno playero a orillas del lago, sino que aprovecha esta aparición suya, para dejarles instrucciones muy importantes. A San Pedro le pregunta: “¿Me amas más que éstos?”. Y no se lo pregunta una sola vez, sino tres. Triple requerimiento de amor que se contrapone a la triple negación que Pedro le hizo durante la Pasión. Y Pedro, nos dice el Evangelio, se entristeció. ¿Por qué el dolor de Pedro? Debe haber recordado, por supuesto, cuando le dijo a Jesús que estaba dispuesto a morir por El, cuando le aseguró que nunca lo negaría. Y ¿por qué no pudo cumplirle? Porque se confió en sus propias fuerzas y tuvo miedo a correr la misma suerte que Jesús. Debe haberse dado cuenta de la seguridad que ahora el Señor le requería, cuando lo estaba dejando encargado del rebaño: “Apacienta mis corderos... Pastorea mis ovejas... Apacienta mis ovejas”. Recordemos que el Señor no espera que seamos impecables sino que, confiados en El, pongamos todo nuestro deseo y volvamos a El cada vez que perdamos una batalla contra el pecado, acogiéndonos a su Misericordia Infinita en el Sacramento de la Confesión. Sobre todo, tengamos muy en cuenta que, en la lucha contra las tentaciones, no podemos confiar en nosotros mismos. Nos puede suceder como a Pedro. En realidad, no podemos confiar en nosotros mismos para nada. Siempre orar, pero más que nunca en la tentación. “El que ora se salva y el que no ora se condena” (San Alfonso María de Ligorio). Mientras el Evangelio nos muestra a Cristo Resucitado, revelándose en la tierra a sus Apóstoles, en la Segunda Lectura del Libro del Apocalipsis (Ap. 5, 11-14) el mismo Apóstol San Juan, uno de los pescadores de ese día en el Lago de Tiberíades, testigo de Cristo Resucitado en la tierra, nos narra la visión que tuvo del momento de la entrada del Cordero inmolado al Cielo, ahora glorioso. Por El y por Dios Padre (“el que está sentado en el Trono”) cantan todas las criaturas, del Cielo y de la tierra, toda la creación: “alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos”. “Y los cuatros vivientes respondían: ‘Amén’.” (Aunque para algunos los cuatro vivientes son la representación de los cuatro Evangelistas, la interpretación más coherente y teológica, dado que éstos seres dirigen la Liturgia Celestial, es que ellos simbolizan cuatro aspectos de Jesús: León, venció el León de la Tribu de David; Novillo –fue ofrecido en sacrificio: Hombre ¬-Hijo del Hombre; Águila –subió al Cielo. Y los veinticuatro ancianos” (el pueblo de Dios fiel) “se postraron en tierra y adoraron al que vive por los siglos de los siglos”. (Esta interpretación es la de San Victorino y San Ambrosio, tomada del Curso sobre el Apocalipsis de San Juan del Padre Alain Marie de Lassus de la Comunidad de San Juan) La Primera Lectura (Hech. 5, 27-32 y 40-41) nos muestra a un San Pedro fortalecido, ya después de Pentecostés, sin miedo alguno, cumpliendo su “Señor, Tú sabes que te amo”, entregándose a los designios divinos y realizando su misión de Pastor, respondiendo al jefe religioso de los judíos, el Sumo Sacerdote, que presidía el Sanedrín, organismo máximo de justicia civil y de asuntos religiosos en Israel. “Primero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, le responde decidido San Pedro.Da testimonio de Jesús resucitado: “El Dios de nuestros Padres resucitó a Jesús”. Culpa a los culpables de la muerte del Salvador de Israel, con toda claridad y franqueza: “a quien ustedes dieron muerte colgándolo de la cruz”. ¡Qué diferentes estos Apóstoles a los que vimos cuando la Pasión! Han recibido ya el Espíritu Santo, que “Dios da a los que le obedecen”, tal como nos dice San Pedro en este discurso. Y es así como no temen los castigos que les puedan acarrear sus veraces respuestas y sus francos testimonios. Los mandaron a flagelar, y más bien estuvieron “felices de haber sufrido esos ultrajes por el nombre de Jesús”. Cristo, entonces, requiere el amor de parte de todos sus seguidores, pero más aún de los que van a ser sus pastores. Por supuesto, más aún de Pedro, a quien dejaba como Pastor Supremo, como el primer Papa de su Iglesia. ¿Y qué amor requiere Cristo de nosotros y de sus pastores? Amor es entrega, entrega absoluta a los designios de Dios y a su Voluntad. Entrega total hasta desgastarnos -si fuera necesario- en el servicio a El y a los demás, en la pesca de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, niños y ancianos, que aún sigue y que nosotros debemos continuar, mucho más en este momento en que parece necesario re-evangelizar al mundo que nos rodea, difundiendo, como Cristo nos ha pedido, “la Buena Nueva a toda la creación” (Mc. 16, 15). Mario Andrés Díaz Molina: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule.

martes, 9 de abril de 2013

CANTOS Y ANTICANTOS DEL UNGIDO Y DE LA ÚLTIMA CUMBRE

CANTOS Y ANTICANTOS DEL UNGIDO Y DE LA ÚLTIMA CUMBRE Hace unos días llegó a mis manos un ejemplar del texto “Cantos y Anticantos del Ungido y de la Última Cumbre, de Mario Díaz Molina[1]. Es un texto novedoso por varias razones. En primer lugar, la estructura es compleja. El volumen convoca diversos registros escriturales que van desde el comentario o la crítica literaria, al manifiesto, al texto poético –texto que origina y al que remite este comentario- para culminar en el ensayo. Quiero entender esta diversidad como una apelación, como un llamado a dialogar con nuestro horizonte de expectativas, tan definido por la noción de género. Es, en este sentido, una novedad. La propuesta central, entiendo, está signada por el texto poético, en torno al cual se inscriben –y del que se hacen parte- los demás textos. Es éste un extenso poema, de carácter narrativo, compuesto por 19 cantos y anticantos que presentan una visión muy personal, muy cristiana, de la salvación, refractada desde la conciencia del sujeto poético. Se inicia la obra con el alumbramiento del Ungido y su mirada se vuelca hacia al misterio; la encarnación del Dios de los cielos y su inserción en la condición humana: “La preñez de mi Madre Fue, es y será la encarnación Divina de la salvación del mundo…” Los cantos que lo conforman lo sitúan en directa apelación a una de las formas escriturales de la tradición bíblica, aunque, en uno de los logros del texto, el tono es más bien crítico. La perspectiva del sujeto poético se desplaza notoriamente desde la humildad propia de la visión cristiana tradicional, a una suerte de manifestación y reconocimiento – sin concesiones, afortunadamente- gesto muy contemporáneo, de la individualidad. Sugestivas y potentes son las imágenes que resultan de tal desplazamiento: “He sido fuerte, paciente y bello. Di vigor a la flaqueza, sostuve a los vacilantes (…) A pesar de la iniquidad y desolación, Sobre mis huellas imborrables, flota mi voz inefable. Un pequeño resto bebe en mi cáliz agridulce…” Los Anticantos, por otro lado, introducen la tensión- contrapunto bien logrado- que apoya la visión descarnada del Ungido y establecen el diálogo con nuestro tiempo. El bien y el mal asoman develando los valores y antivalores de la época. Presente y pasado, cosmovisión en revisión, en diálogo y hecha texto. El tono profético de los cantos transmuta en denuncia recuperando un profundo sentido social, esencia y fundamento cristiano: “Los magnates dejan que se pudra la sombra de Dios, en sus altares cloacales (…) se despojan de sus propias existencias incendian sus paraísos babélicos. Las estrellas besan sus rostros, la luna los acuna, pero ellos no lo saben…” Encarnación, descenso y ascenso marcan los tiempos del viaje poético. La vuelta al origen, a la unidad, último momento, asoma como posibilidad. Posibilidad ligada al juicio, a la mirada honesta y a la asunción de la responsabilidad y de nuestras miserias. Trabajo lúcido y arriesgado, el texto nos lleva a la reflexión, a la pregunta por el origen y de camino, se erige en metáfora del tránsito terreno. Objetivo ambicioso, salvado por la honestidad, fuerza y actualidad de las imágenes. Tras los versos, asoma una voz clara y enérgica. Lectura poco común en estos días, a más de alguno identificará. Claudio Godoy Arenas Director Escuela de Pedagogía en Lengua Castellana y Comunicación UCM [1] Profesor de Religión y Filosofía de la UCM, el autor ha recibido reconocimiento en diversos certámenes literarios. Es éste su primer libro, publicado en los talleres de Impresos del profesor, Linares.

domingo, 7 de abril de 2013

LA MISERICORDIA DE DIOS HABITA EN MEDIO DE NOSOTROS.

LA MISERICORDIA DE DIOS HABITA EN MEDIO DE NOSOTROS. DOMINGO 2 de Pascua de la Divina Misericordia-Ciclo "C" -Celebramos este año nuevamente en la Iglesia Católica la Fiesta de la Divina Misericordia, correspondiendo al Segundo Domingo de Pascua. Y es interesante observar que el Evangelio de este Domingo siempre es el mismo, pues no cambia según el Ciclo A, B o C; pero, además, siempre se usó el mismo texto evangélico antes de la reforma litúrgica post-conciliar, cuando este domingo se conocía como “Domingo In Albis”. En efecto, el Evangelio es el texto de San Juan (Jn. 20, 19-31) que nos narra la primera aparición de Jesús a sus Apóstoles el mismo día de su gloriosa resurrección, al anochecer, mientras estaban a puertas cerradas. ¡Qué alegría deben haber sentido estos hombres que habían quedado tan confundidos, tan apesadumbrados y atemorizados por la horrorosa muerte de Jesús! ¡Qué alegría al ver a ese mismo Jesús resucitado glorioso, mostrándoles las heridas de las manos y del costado, como para asegurarles que era El mismo! Y acto seguido, nos dice San Juan Evangelista, el Señor “sopló sobre ellos y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar’”. Es decir, Cristo, al no más salir del sepulcro, habiendo vencido a la muerte, al demonio y al pecado, lo primero que hace es dejarnos a nosotros los seres humanos, el medio efectivo para ser perdonados de nuestros pecados. Instituye en ese mismo momento el Sacramento de la Confesión, del Perdón. ¡Con razón Cristo ha querido declarar este Domingo Segundo de Pascua como la Fiesta de su Divina Misericordia! ¡Con razón el Papa Juan Pablo II, al declarar este día como el Domingo de la Divina Misericordia, tal como Jesús pidió a Santa Faustina Kowalska, ha dispuesto que se conserven los mismos textos en las Lecturas Litúrgicas! ¡Con razón siempre ha sido el mismo texto evangélico para este domingo, antes de la reforma litúrgica última y ahora se conserva el mismo texto evangélico para los tres Ciclos A, B y C! El Sacramento de la Confesión es el Sacramento de la Divina Misericordia, llamado por el mismo Jesús, en sus revelaciones a Santa Faustina Kowalska, el “Tribunal de la Misericordia”. Y ¡qué Tribunal! No se parece en nada a los tribunales terrenos, en los que los culpables son declarados culpables y tienen que pagar su pena. No así con Cristo. En su Tribunal funciona sólo la Misericordia, no la Justicia. Por justicia tendríamos que ser condenados. Pero en la Confesión, no se nos condena... se nos perdona. Sólo basta estar arrepentidos y confesar la ofensa. Sobre el arrepentimiento debemos decir que éste es condición indispensable para recibir el perdón en el Sacramento de la Confesión. Pero es importante destacar que podemos arrepentirnos de manera perfecta o de manera imperfecta. El arrepentimiento perfecto o contrición consiste en arrepentirnos porque hemos ofendido a Dios. Este arrepentimiento perfecto puede ser con dolor o no. Y el dolor –es bueno recordar- es un regalo de Dios para el alma arrepentida; no lo podemos provocar nosotros mismos. El arrepentimiento imperfecto o atrición consiste en arrepentirnos por miedo a las consecuencias de nuestros pecados, es decir, por miedo a la condenación y al infierno, o a las consecuencias de nuestro pecado. Aunque debemos siempre tratar de arrepentirnos de manera perfecta -por haber ofendido a Dios- el arrepentimiento imperfecto también sirve para recibir el perdón en la Confesión sacramental. Ambos arrepentimientos, perfecto o imperfecto, son también gracia del Tribunal de la Misericordia Divina. ¡Qué más podemos pedir! Cristo, enseguida de resucitar, dejó instaurado su Tribunal de Misericordia en el Sacramento de la Confesión. “Allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten constantemente”, dijo el mismo Cristo a Santa Faustina. “Basta acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria. Entonces, el milagro de la Misericordia se manifestará en toda su plenitud” (Diario 1448). Y no importa la gravedad de las faltas confesadas. Dice el Señor: “Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose, de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido, no es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en toda su plenitud” (Diario 1448). El Papa Juan Pablo II supo esto muy bien. Por eso promovió la Confesión con tanto ahínco. En su Encíclica “Reconciliación y Penitencia” (#32) recomienda a los Sacerdotes: “Es necesario educar a los fieles a recurrir al Sacramento de la Penitencia, incluso sólo para los pecados veniales... pues la gracia propia del Sacramento contribuye a quitar las raíces mismas del pecado”. Es como el trabajo del jardinero que extrae la hierba mala una y otra vez, cada vez que sale, hasta que va desapareciendo por completo. Notemos algo: cuando nos sentimos culpables de algo ¿no tenemos la tendencia a desahogarnos con alguien? ¿Qué mejor sitio que el confesionario, donde no solamente podemos hacer catarsis, sino también sentirnos genuinamente perdonados? Porque la Confesión Sacramental es el instrumento que Dios diseñó para dejarnos su perdón en forma visible, tangible, audible. El Señor ha escogido, en el caso de la Confesión y en otros, continuar su obra en la tierra a través de los hombres. A través de persona escogida por Dios para darnos su perdón, podemos experimentar la Misericordia de Jesús, cuando oímos las palabras de absolución de boca del Sacerdote. En efecto, Jesús le explicó a Santa Faustina que la fuente de su Misericordia era el Sacramento de la Confesión: “Cuando vayas a confesarte debes saber esto: Yo mismo te espero en el confesionario. Sólo que estoy escondido en el Sacerdote, pero Yo mismo actúo en el alma. Aquí la miseria del alma encuentra al Dios de la Misericordia”. Mario Andrés Díaz Molina: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule.