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sábado, 26 de enero de 2013

“Ese de quien habla Isaías soy Yo”.

“Ese de quien habla Isaías soy Yo”. DOMINGO 3 del Tiempo Ordinario - Ciclo "C" -27 de Enero de 2013 -Uno de los pasajes más impactantes de la Escritura es el que nos trae el Evangelio de hoy (Lc. 1, 1-4 y 4, 14-21). Es impactante, pero pasa bastante inadvertido, muy probablemente por la discreción de Jesús. Es aquel momento en que Jesús dice que es a El a quien se refiere la profecía de Isaías que anuncia la labor del Mesías. Nos dice el Evangelio que Jesús, habiendo ya realizado su primer milagro en Caná de Galilea, comenzó a enseñar en las Sinagogas. Es importante notar que existía un solo Templo, el de Jerusalén, donde se celebraban las grandes fiestas judías y había ceremonias en que los Sacerdotes ofrecían sacrificios. Pero, cada pueblo tenía su propia Sinagoga, donde cada sábado, se celebraba un oficio litúrgico en el que era fácil participar para leer y comentar la Palabra de Dios. Así fue como Jesús comenzó a darse a conocer: leyendo y enseñando en las Sinagogas sobre todo de Galilea. Nos dice San Lucas que “todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región”. Jesús, entonces, decide ir a Nazaret, el pueblo donde había crecido y vivido. Y ese Sábado -no por casualidad, sino seguramente porque como Dios, así lo dispuso- le tocó “el volumen de Profeta Isaías y encontró el pasaje en que estaba escrito” lo que se refería a la misión del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva...” Siempre que se leía este trozo, la gente pensaba en ese personaje misterioso tan esperado por todo el pueblo de Israel. Pero ese día en que Jesús lee lo dicho sobre El, se le ocurre rematar la lectura diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. Que es lo mismo que decir: “Ese de quien habla Isaías soy Yo”. Imaginemos el asombro de los presentes. ¡Pero cómo es posible! ¿No es éste Jesús, el hijo del carpintero? Nazaret era una ciudad pequeña. Todos lo conocían como un hombre cualquiera. ¡Y ahora venía a decir que era el Mesías! La discusión que se suscitó terminó con la sentencia tan conocida de que “nadie es profeta en su tierra”. Y hasta trataron de empujar a Jesús por un barranco. Pero El se les desapareció sin que se dieran cuenta. Hasta el momento de la aparición de Jesús como el Mesías, Dios había hablado a su pueblo por medio de los Profetas y también por medio de su Ley. Por cierto, la primera lectura pública de la Ley fue hecha después del regreso del exilio en Babilonia. Era un momento de celebración, que nos trae la Primera Lectura (Nehemías 8, 2-10). Todo el pueblo se congregó para oír la lectura de la Ley de Dios. Esa Asamblea convocada por Nehemías sirvió de modelo para lo que luego se haría en las Sinagogas. Todos se emocionaron al punto de lágrimas, por estar reunidos de regreso a casa, por poder escuchar juntos la lectura de la Ley de Moisés y por sentirse interpelados por ella. Fue un momento de gran solemnidad. Sin embargo, el momento que nos narra el Evangelio, cuando Jesús en su Sinagoga de Nazaret anunció el cumplimiento de la Profecía de Isaías era -en realidad- infinitamente más solemne e importante que la gran Asamblea de Nehemías. Pero parece mucho menos solemne, porque Jesús todo lo hacía en la mayor discreción, además tal vez por la suavidad con que sucedió el hecho y por la modestia de las circunstancias que lo rodearon: Jesús, un conocido de allí, sin la más mínima muestra de exaltación, lee la Profecía y declara que se estaba cumpliendo en El. Y es que había ya llegado el momento, “la plenitud de los tiempos”, en que Dios ya no hablaba por medio de los enviados, ni por medio de la Ley, sino que comenzó a hablar El mismo. Pero no le creyeron. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 11). Y nosotros... ¿creemos en Jesucristo? ¿Y creemos en todo lo que nos ha dicho y dispuesto? ¿Creemos que El es el Mesías que vino a salvarnos? ¿Aprovechamos la salvación que El nos trajo? ¿Deseamos hacer todo lo necesario para salvarnos? La Segunda Lectura de San Pablo (1 Cor. 12, 12-30) nos describe el funcionamiento del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia, que la constituimos todos, no sólo los Sacerdotes y Obispos. Y todos tenemos en ella una función, por poco importante que sea. Es como la Asamblea de Nehemías: hombres, mujeres y niños, gobernantes y sacerdotes, todo el pueblo. En un cuerpo toda parte es importante, pero cada una tiene su función. En la Iglesia todos somos necesarios. Además nos instruye San Pablo sobre la dependencia que los miembros de ese Cuerpo tienen entre sí. También nos explica cómo cuando un miembro sufre, los demás también sufren. Si uno está bien, todos reciben ese bienestar. Si alguno está mal, todos sienten ese malestar. De allí que nuestra responsabilidad con los demás miembros sea estar bien, estar bien espiritualmente, para que ese bienestar espiritual se comunique a los demás. De otra manera, si estamos mal espiritualmente, ese malestar se comunica a los demás. La Iglesia es comunitaria, es fraternal, pero hoy más que nunca se hace necesario que esto sea efectivo. El mal está presente entre los fieles. Pero, la Cabeza que es Cristo, es el bien mismo, es el amor fraternal eterno. Creer en Cristo, supone creer que la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, a pesar de todo, es un signo de salvación en medio del mundo. Solamente un creyente puede “leer vivencialmente” la presencia salvadora de la Iglesia en su propia vida y comunidad. Los historiadores dan cuenta de hechos que terminan por sorprender: la permanencia de la Iglesia en la historia, pero no siempre es una mirada de fe. Pero, la fe se basará siempre en “hechos salvíficos históricos”. MARIO ANDRÉS DÍAZ MOLINA: Profesor de Religión y Filosofía. Licenciado en Educación. Egresado de la Universidad Católica del Maule. (Título en trámite)

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