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domingo, 25 de noviembre de 2012

¡LA UTOPÍA NOS DEBE ILUMINAR, NO QUEMAR NI DESHUMANIZAR! “Mario Vargas Llosa manifestó: Pienso que la necesidad de la utopía se encuentra en el corazón del hombre, que es la fuente de todas las grandes realizaciones humanas. Pero los intentos de llevar a cabo una utopía social e histórica conducen a una catástrofe. Hay que extirpar la utopía de estos ámbitos y plantarla en donde pueda ser positiva sin provocar sacudimientos. Algunas de sus formas pueden enriquecer al ser humano mismo. Uno puede convertirse en santo, pero la santidad colectiva es imposible. La literatura y el arte pueden ser una fiesta constante de la irrealidad. En grupos pequeños se puede construir un paraíso. Pero cuando se trata de colectivizarlo, comienza la violencia y la destrucción de la libertad.” No estamos cien por ciento de acuerdo con Mario Vargas Llosa. Pero tiene mucha razón. Sin embargo, si Cristo es posible, es posible una nueva humanidad cristificada. Pero, esta “santificación colectiva” supone una superación de la dialéctica histórica. Los cristianos creemos en un proyecto escatológico que supone un “ya” y un “todavía no”. El “ya” es lo que vamos concretizando en nuestra actual situación existencial. Intentamos construir una Iglesia fraternal, que siempre va a ser perturbada por los defectos humanos. Por eso los Escritores Patrísticos decían que la Iglesia era “santa y prostituta”. Intentamos construir una sociedad civil basada en los valores evangélicos, pero una vez más nos volvemos a encontrar con la miseria humana. El espíritu de dominio, de explotación, las injustas diferencias de clases, el conflicto que está en el fondo de nuestra sociedad consumista y depredadora es la negación de la fraternidad cristiana y ecuménica-cívica. Si analizamos la historia, la cizaña y el trigo crecen en el surco mismo de la naturaleza humana. La fe cristiana es testimonial. La contemplación del misterio lumínico transforma la vida concreta del creyente. El culto y la liturgia tienen efectos sociales en todo sentido. Por eso, si de una forma solapada, a través de las lecturas bíblicas, de las celebraciones sagradas, se busca representar un orden social donde una clase tiene privilegios y otra le está sometida; esto no es menor, porque se reflejará en una “ideología de lo cotidiano”, donde la opresión y la injusticia social son consideradas como de “derecho divino”. Para los ateos militantes anticatólicos y anacrónicamente intolerantes, orar es una mera forma de concientización, no tiene un valor trascendental. (Por eso la combaten fanáticamente, la intentan ridiculizar entre la juventud). Para nosotros es importante mantener en el tiempo una “liturgia redentora”, que sea una expresión legítima del Cristo resucitado, liberador y creador de una convivencia que está en la historia y, a la vez, la trasciende. Es el “todavía no”, es la meta-historia. Los materialismos no cuentan, para sus motivaciones vitales, con esta “trascendentalización del tiempo humano”. Cuando Moisés quiso organizar la sociedad israelita en base a una estricta ley, al hacerla efectiva cayó en procedimientos que hoy nos parecen bárbaros. (La guerra de conquista de la Tierra Santa tiene una cara horripilante. Actualmente algunos judíos fundamentalistas justifican una guerra de exterminio contra los palestinos, en base a algunos textos del Antiguo Testamento). En la Edad Media se cometieron atrocidades que tuvieron un “apoyo doctrinal” en el Antiguo Testamento. Los sistemas fascista y soviético atropellaron los derechos humanos por “razones de Estado”. Justificación final: Defender y promover una sociedad basada en una ideología utópica y excluyente. La “raza superior” se sustentaba sobre la aniquilación de las razas que consideraba inferiores o degeneradas. La destrucción de la burguesía justificaba una dictadura burocrática que fue generando una forma de dominación que no tenía nada de proletaria (la nomenclatura). Un clero que al hacerse clase social esterilizó la radicalidad del amor cristiano; se “alejó” de los laicos, quitándoles su función profética, sacerdotal y de servicio o haciéndola irrisoria frente a su protagonismo paternalista y seudo-jerárquico. Hasta el día de hoy, mayoritariamente los laicos católicos se sientes marginados más bien que integrados a la iglesia. Es el drama de una Iglesia Católica que luchó y lucha por los derechos humanos y la democracia y, curiosamente, no encuentra el rumbo, para facilitar a los fieles laicos una real participación, basada en el respeto y reconocimiento de los carismas que el Espíritu Santo infunde en todos los creyentes. Los fieles que han tomado conciencia de su “sacerdocio bautismal” encuentran más obstáculos que comprensión. Pero, el único futuro de la fe católica es la renovación auténtica de la Iglesia y el compromiso activo para seguir construyendo una sociedad civil tolerante, abierta a la trascendencia, donde creyentes y no creyentes coexistan como personas libres y capaces de superar los conflictos con justicia y diálogo. El cristianismo, al poner a la persona humana como valor supremo de la convivencia social, hace un aporte al discernimiento colectivo. La persona no puede ser anulada por los intereses de clase o de raza. El mercado no puede ser un mecanismo que, en forma fría e impersonal, le da la fortuna a algunos y la pobreza a otros. El Estado no puede ser el botín de una clase dominante. El pueblo no puede quedar reducido a una mera masa consumista o electora. En el horizonte indeterminado están escritas todas las utopías globalizantes, que se excluyen unas a otras. Es legítimo caminar en pos de ideales que toleran los ideales del Otro. En el camino de la realidad, el respeto a los derechos humanos, que se ubica en un campo muy específico de la historia: la persona racional y libre, no puede ser anulado. No es legítimo sacrificar la dignidad humana en el “altar” de una ideología totalitaria o clasista. Toda utopía que se creyó con el derecho de ocupar en forma exclusiva la totalidad de la historia, cometió aberraciones, cuyas víctimas clamaron y claman al cielo. Así sucedió con los “campesinos” en tiempo de La Reforma Protestante, que fueron exterminados o violentamente sometidos por potentados que profesaban ser católicos o luteranos. Los españoles católicos conquistaron América brutalmente e impusieron sus creencias, pero no lograron crear una sociedad cristiana, porque ni ellos mismos vivían realmente el cristianismo. Lo mismo podemos decir de los invasores protestantes anglosajones: racistas y genocidas. En ambos casos el trigo creció junto a la cizaña. La tolerancia y la aplicación de la justicia en el conflicto social nos deben llevar a la realización de un proyecto pluralista, donde la fuerza ética y socio-cultural de los oprimidos, apunte a la superación de la opresión de los que usan el poder injustamente, para mantener los abusos del sistema imperante. MARIO ANDRÉS DÍAZ MOLINA: Estudiante en Práctica Profesional de 5° año de Pedagogía en Religión y Filosofía de la Universidad Católica del Maule. Colectivo Cultural Jorge Yáñez Olave.

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